1. La
intervención no empieza con el diagnóstico, sino con el vínculo.
Muchos manuales
centran la intervención en la evaluación de riesgos, la clasificación del perfil
delictivo o la construcción del itinerario. Pero la realidad muestra que ningún
plan educativo o acción sociojurídica funciona si no se ha construido
previamente un vínculo de confianza con la persona. En contextos residenciales,
educativos o comunitarios, el profesional es muchas veces la única figura
estable que permanece. Esto implica repensar la intervención no solo desde lo
técnico, sino también desde lo relacional. Las personas no cambian porque les
expliquemos el código penal, sino porque sienten que pueden confiar, expresar y
reconstruirse en un entorno que no les juzga.
2. El concepto de “riesgo” no siempre contempla la estructura.
En el análisis criminológico tradicional, el
enfoque sobre la peligrosidad o la reincidencia suele centrarse en el individuo.
Sin embargo, en muchos casos, el comportamiento catalogado como “desviado”
responde a dinámicas estructurales de exclusión: pobreza, violencia
institucional, fracaso educativo, migración no acompañada, discriminación o
falta de referentes afectivos. La práctica muestra que el “riesgo” no reside
solo en la persona, sino en su contexto estructural y emocional. Por eso, la
intervención efectiva no puede limitarse a “modificar conductas”, sino que debe
facilitar entornos y experiencias que habiliten alternativas reales.
3. Los
marcos normativos protegen, pero también condicionan.
La legislación en
protección de menores, justicia juvenil o atención a la diversidad marca
protocolos necesarios. Pero en la práctica, los márgenes de acción suelen estar
condicionados por ratios, plazos administrativos, falta de recursos o saturación
institucional. Muchas decisiones técnicas acaban teniendo más que ver con lo que
se puede hacer, que con lo que sería más adecuado. Esto obliga a los
profesionales a tomar decisiones complejas, donde lo humano y lo legal no
siempre coinciden. El reto es aprender a moverse dentro del marco, pero sin
dejar de poner a la persona en el centro. Eso requiere ética profesional,
conciencia crítica y espacios de supervisión que acompañen esa tensión.
4. Lo
emocional también es intervención.
La formación académica pone énfasis en
conceptos como disuasión, prevención, intervención secundaria o control formal.
Pero en el trabajo directo, lo que muchas veces repara es la escucha, la
contención y la coherencia del adulto referente. No se trata de sustituir la
familia, ni de “salvar” a nadie, sino de sostener emocionalmente para que el
otro pueda, en algún momento, sostenerse por sí mismo. Incorporar lo emocional
como parte del trabajo profesional no es debilidad, sino madurez profesional. No
basta con técnicas: hacen falta humanos que sepan estar, resistir el conflicto y
no reactivar el abandono.
5. La práctica exige flexibilidad, no improvisación.
Intervenir en territorio, en contextos residenciales o comunitarios, requiere
capacidad de reacción ante situaciones imprevisibles: una crisis emocional, una
conducta agresiva, una denuncia que cambia el marco de actuación. Tener
formación no siempre garantiza saber qué hacer; tener experiencia no siempre
alcanza para hacerlo bien. La clave es la formación continua, la reflexión
crítica y el trabajo en equipo. La improvisación sostenida desgasta y expone; la
flexibilidad acompañada construye práctica con sentido.
La criminología vivida
no es una renuncia a lo académico, sino una exigencia a completarlo con
experiencia, análisis contextual y una ética del cuidado.
Trabajar con personas
en situación de vulnerabilidad implica transitar un territorio donde los
protocolos se cruzan con historias personales, y donde las herramientas más
útiles a veces no son las que aparecen en los apuntes, sino las que nacen en la
relación, el respeto y el tiempo compartido. Quienes trabajamos en lo social y
lo educativo no debemos elegir entre técnica o humanidad: debemos integrar
ambas. Porque si algo enseña la práctica es que la intervención más efectiva no
siempre es la más estructurada, sino la más humana y coherente.

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